31-01-2011
2011: Año del centenario del peruano José
María Arguedas
Ahora, José María está más vivo que nunca
Hugo Blanco
Rebelión
La conmemoración del centenario del
nacimiento de José María Arguedas se ha convertido en bandera de lucha de
quienes reivindicamos nuestra cultura con todo su rico contenido: Entre muchas
otras cosas, de compenetración con Pachamama, cuyos hijos somos y debemos vivir
en su seno cuidándola. De organización comunal colectiva, democrática y
solidaria, donde mandan todos. Del buen vivir, que entiende que la felicidad no
consiste en la acumulación de dinero para cumplir las órdenes de la sociedad de
consumo, sino en vivir satisfactoriamente. De respeto a la diversidad. Del amor
a nuestros antepasado y descendientes.
El neoliberalismo depredador, naturalmente
está en contra de todo eso: Arremete contra la naturaleza pretendiendo arrasar
la selva a través de convertir al bosque en madera, extrayendo hidrocarburos
que envenenan el agua matando animales y vegetales y en muchas otras formas.
Ataca en la sierra con la minería y las hidroeléctricas robando y envenenando
el agua de la agricultura. Ataca el suelo cultivable con la agroindustria, su
monocultivo y uso de agroquímicos.
La lucha en las ideas no es más que el
reflejo de la lucha en la práctica: Por una parte la población fundamentalmente
indígena, víctima de la depredación, y por la otra las grandes empresas
multinacionales depredadoras, con sus sirvientes Alan García, Vargas Llosa y
otros.
Por eso no nos extraña que el gobierno se
haya negado a declarar al 2011 “Año del centenario del nacimiento de José María
Arguedas”.
Tampoco nos extraña que múltiples voces de
abajo sí lo hagan: El Consejo Regional de Ayacucho lo hizo. En Abancay el
municipio organizó la celebración. Hay actividades en Apurímac , Junín ,
Huancavelica , Ayacucho , Puno , Cajamarca , Cusco. En Lima fue exitoso el
popular pasacalle organizado por diversos colectivos culturales, artísticos,
políticos y continúan diversos actos públicos.
Son gestos desafiantes contra los enemigos
de la naturaleza y del pueblo.
Parte inseparable de la conmemoración del
centenario de Arguedas tiene que ser el apoyo a las luchas que hoy están dando
los indígenas que tanto amó él, por defender sus principios indígenas:
Cocachacra, Combapata, Espinar, Puno, Ayabaca, Huancabamba, Conococha, etc.
Refiriéndose a su novela “Los Ríos
Profundos”, cuatro días antes de morir Arguedas dijo:
“En la novela imaginé esta invasión con un
presentimiento: los hombres que estudian los tiempos que vendrán, los que
entienden de luchas sociales y de la política, los que comprendan lo que
significa esta sublevación de la toma de la ciudad que he imaginado. ¡Cómo, con
cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si no persiguieran
únicamente la muerte de la madre de la peste, del tifus, sino la de los
gamonales, el día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen!”
Hoy ya vencieron a los gamonales y se
levantan valientemente contra los ataques del neoliberalismo.
Nuestro deber como arguedianos es apoyar
con toda nuestra fuerza las luchas que levantan los principios indígenas que
tanto respetaba el tayta:
Contra el ataque del neoliberalismo
egoísta, la defensa de la organización comunal solidaria, en que todos mandan
democráticamente.
Contra el ataque a la naturaleza, la
defensa de Pachamama.
Contra el criterio capitalista de que lo
más importante en la vida es ganar mucho dinero, el principio del Buen Vivir,
de que la felicidad consiste en vivir satisfactoriamente.
Contra el dominio de la cultura colonial,
el respeto a diversidad cultural.
Contra el olvido del pasado y el inhumano
egoísmo hacia las generaciones futuras, el respeto a nuestros antepasados y la
garantía de la supervivencia de la especie.
¡Apoyemos ese movimiento rebelde que
desafía a sus actuales opresores!
¡En Cocachacra no manda la Southern ni su
sirviente Alan García, manda colectiva y democráticamente el pueblo de
Cocachacra!
El
recuerdo de Arguedas es inseparable de nuestro vigoroso apoyo a las luchas por
la defensa de los principios indígenas que tanto amaba él.
Ahora José María está más vivo que nunca, es
nuestra bandera de lucha, nuestro “unanchay”, el símbolo de quienes luchamos
por la vida contra los “heraldos negros que nos manda la muerte” en palabras de
Vallejo.
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DOCUMENTO HISTORICO: Correspondencia entre
José María Arguedas y Hugo Blanco (1969)
Así fue
Desde que conocí los escritos de José María
Arguedas, me uní afectivamente a él.
Su compañera Sibila visitaba a Antonio Meza,
un campesino, combatiente armado del Movimiento de Izquierda Revolucionario
(MIR), del centro del país, preso en Lima. Cuando le trasladaron en 1969 a la
isla prisión El Frontón, donde yo me encontraba, continuó visitándole. En El
Frontón había compañeros que no tenían visitas, por lo tanto habíamos decidido
socializarlas; así nos conocimos con Sibila.
José María pensaba que yo era un importante
dirigente de izquierda, con toda la suficiencia que conlleva la palabra
“importante”. Sibila le dijo que no era así, que yo era una persona común y
corriente. J. M. decidió obsequiarme su novela Todas las sangres y como
dedicatoria le puso algunas palabras en castellano. Sibila me dijo que pensaba
poner algo en quechua, pero se contuvo.
Ese fue el motivo que me llevó a escribirle
en quechua, él se emocionó y me respondió, también en quechua. Por intermedio
de Sibila me pidió permiso para traducir ambas cartas y publicarlas, le
respondí que, aunque al escribirlas no pensé en eso sino en volcar lo que había
en mi pecho, no tenía ningún inconveniente en hacerlo público. Así mismo me
pidió permiso para visitarme; yo consideré, como le digo en la segunda carta,
que una fugaz visita en El Frontón no sería satisfactoria para el gran cariño
que le tenía, Sibila se lo dijo. Comprenderán cuánto me pesa esa respuesta mía;
recibió mi segunda carta y dijo: “La leeré el lunes”, se mató el viernes.
Sibila me pidió que tradujera esa segunda carta.
Como verán, las palabras “tayta” y “taytáy”
yo las traduzco por “padre” y “padre mío”, él se niega a traducirlas porque
considera que al hacerlo no reflejan el profundo sentido que tienen en nuestro
idioma; “misti” es el no-indio, incluyendo al mestizo que se cree blanco;
“maqt’as” somos los llamados “indios” con pluralización castellana; “wakchas”
son los pobres con la misma pluralización; “hallpando” viene del verbo quechua
“hallpay” que significa “coquear”, que no es precisamente “masticar”, acá tiene
el gerundio castellano.
En la segunda carta aludo a una que mandé
“A los revolucionarios poetas, a los poetas revolucionarios”, que entregué a la
compañera Rosa Alarco y ella la envió a una revista en el Perú y también la
publicó el periódico Marcha del Uruguay, cuyo jefe de redacción era Eduardo
Galeano. Naturalmente que estoy de acuerdo con que si un poeta quiere cantar a
la rosa, lo haga. Pero lo que me extrañaba era que los poetas “revolucionarios”
cantaran a la “revolución” en abstracto, o a los grandes dirigentes
revolucionarios mundiales y no se fijaran en la lucha cotidiana de mi pueblo,
que día a día forjaba bellos poemas que no encontraban poeta; por eso pedía con
desesperación que Vallejo resucitara, pues él cantaba a gente anónima como
Pedro Rojas o Ramón Collar, cantaba a “Málaga sin padre ni madre”, al “padre
polvo” de los escombros de Durango.
Los “heraldos verdes”, mencionados en el
cuento, son una paráfrasis de los “heraldos negros que nos manda la muerte” de
César Vallejo.
HG
De Hugo Blanco a José María Arguedas
El Frontón, 14 de noviembre de 1969
Taytáy José María:
Casi me has hecho llorar, este día, al
saber lo que me contó tu esposa. Me dijo: “Esto te envía (Todas las sangres);
escribió mucho en quechua y después, “puede tener vergüenza de mí” diciendo, se
arrepintió y no puso sino esas escuetas palabras en castellano”.
Cuando me dijo eso, yo me dolí mucho; casi
lloré:
¿Cómo es posible, taytáy, que entre
nosotros podamos avergonzarnos de cuanto nos podemos decir en nuestra lengua
tan dulce? Cuando nos pedimos ayuda, nunca lo hacemos con palabras escuetas en
nuestra lengua. ¿Acaso alguna vez escuchamos decir: “mañana has de ayudarme a
sembrar, porque yo te ayudé ayer”? ¡Ahj! ¡Qué asco! ¡Qué podrá ser eso!
Únicamente los gamonales suelen hablarnos de esa forma. ¿Acaso entre nosotros,
entre nuestra gente, nos hablamos de ese modo? Muy tiernamente nos decimos:
“Señor mío, vengo a pedirte que me valgas; no seas de otro modo; mañana hemos
de sembrar en la quebrada de abajo; ayúdame pues caballerito, paloma mía,
corazón”. Con estas palabras solemos empezar a pedir que nos ayuden. Y también
cuando nos encontramos en los caminos de las punas, aun sin conocernos, nos
saludamos el uno al otro; nos invitamos un trago, nos alcanzamos algún poco de
coca; nos preguntamos hacia dónde vamos; y solemos charlar un rato.
Y siendo así, ¿crees que puede haberme
dolido cualquier cosa que hubieras escrito en nuestra dulce lengua para mí?
¿Acaso mi corazón no se enternece al leer cómo has traducido al castellano
nuestra lengua para que todos la conozcan y alcancen a saber aunque no sea sino
una parte de lo tanto que esa lengua puede expresar? ¿Acaso cuando yo también
traduzco algo de lo que hablamos en nuestra lengua, no me acuerdo de ti?
“Escribe como él, diciendo, van a hablar de
mí los mistis (repito, únicamente para mí mismo, cuando intento traducir del
quechua); eso lo han de repetir bien; han de decir la verdad; yo no puedo
hablar de otro modo; digo exactamente lo que brota de mi corazón y de mi boca”
diciendo esto, yo pienso.
Yo no puedo decir qué es lo que penetra en
mí cuando te leo, por eso, lo que tú escribes no lo leo como las cosas comunes,
ni tampoco tan constantemente, mi corazón podría romperse.
Mis punas empiezan a llegar a mí con todo
su silencio, con su dolor que no llora, apretándose al pecho, apretándolo. O
bien cuando me recuerdas las pequeñas quebradas, empiezo a ver a los
picaflores, escucho como si los pequeños manantiales cantaran. ¡Cuántas veces
he pensado en ti cuando me he sentido con estos recuerdos! Cuánta alegría
habrías tenido al vernos bajar de todas las punas y entrar al Cusco, sin
agacharnos, sin humillarnos, y gritando calle por calle: “¡Que mueran todos los
gamonales! ¡Que vivan los hombres que trabajan!”. Al oír nuestro grito los
“blanquitos”, como si hubieran visto fantasmas, se metían en sus huecos, igual
que pericotes. Desde la puerta misma de la Catedral, con un altoparlante, les
hicimos oír todo cuanto hay, la verdad misma, lo que jamás oyeron en
castellano; se lo dijimos en quechua. Se lo hicieron oír los propios maqt’as,
esos que no saben leer, que no saben escribir, pero sí saben luchar y saben
trabajar. Y casi hicieron estallar la Plaza de Armas esos maqt’as emponchados.
Pero ha de volver el día, taytáy, y no solamente como aquél que te cuento, sino
más grande. Días más grandes llegarán; tú has de verlos. Muy claramente están
anunciados. Aquí nomás concluyo, taytáy, porque si no, no he de terminar de
escribir nunca. He de resentirme si no envías eso que escribiste para mí.
Hasta que nos encontremos, tayta. No te
olvides, pues, de mí.
Hugo Blanco
De José María Arguedas a Hugo Blanco
(La noche de aquel miércoles, cuarenta y
ocho horas antes del disparo fatal )
Hermano Hugo, querido, corazón de piedra y
de paloma:
Quizá habrás leído mi novela Los Ríos
Profundos. Recuerda, hermano, el más fuerte, recuerda. En ese libro no hablo
únicamente de cómo lloré lágrimas ardientes; con más lágrimas y con más
arrebato hablo de los pongos, de los colonos de hacienda, de su escondida e
inmensa fuerza, de la rabia que en la semilla de su corazón arde, fuego que no
se apaga. Esos piojosos, diariamente flagelados, obligados a lamer tierra con
sus lenguas, hombres despreciados por las mismas comunidades, esos, en la
novela, invaden la ciudad de Abancay sin temer a la metralla y a las balas,
venciéndolas. Así obligaban al gran predicador de la ciudad, al cura que los
miraba como si fueran pulgas; venciendo balas, los siervos obligan al cura a
que diga misa, a que cante en la Iglesia: le imponen a la fuerza. En la novela
imaginé esta invasión con un presentimiento: los hombres que estudian los
tiempos que vendrán, los que entienden de luchas sociales y de la política, los
que comprendan lo que significa esta sublevación de la toma de la ciudad que he
imaginado. ¡Cómo, con cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si
no persiguieran únicamente la muerte de la madre de la peste, del tifus, sino
la de los gamonales, el día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les
tienen! “¿Quién ha de conseguir que venzan ese terror en siglos formado y
alimentado, quién? ¿En algún lugar del mundo está ese hombre que los ilumine y
los salve? ¿Existe o no existe?, ¡carajo, mierda!”, diciendo, como tú, lloraba
fuego, esperando, a solas. Los críticos de literatura, los muy ilustrados, no
pudieron descubrir al principio la intención final de la novela, la que puse en
su meollo, en el medio mismo de su corriente. Felizmente uno, uno sólo, lo
descubrió y lo proclamó, muy claramente.
¿Y después hermano? ¿No fuiste tú, tú mismo
quien encabezó a esos “pulguientos” indios de hacienda, de los pisoteados el
más pisoteado hombre de nuestro pueblo; de los asnos y los perros el más
azotado, el escupido con el más sucio escupitajo? Convirtiendo a ésos en el más
valeroso de los valientes, ¿no los fortaleciste, no acercaste su alma? Alzándoles
el alma, el alma de piedra y de paloma que tenían, que estaba aguardando en lo
más puro de la semilla del corazón de esos hombres, ¿no tomaste el Cusco como
me dices en tu carta, y desde la misma puerta de la Catedral, clamando y
apostrofando en quechua, no espantaste a los gamonales, no hiciste que se
escondieran en sus huecos como si fueran pericotes muy enfermos en las tripas?
Hiciste correr a esos hijos y protegidos del antiguo Cristo, del Cristo de
plomo. Hermano, querido hermano, como yo, de rostro algo blanco, del más
intenso corazón indio, lágrima, canto, baile, odio.
Yo hermano, sólo sé bien llorar lágrimas de
fuego; pero con ese fuego he purificado algo la cabeza y el corazón de Lima, la
gran ciudad que negaba, que no conocía bien a su padre y a su madre; le abrí un
poco los ojos, los propios ojos de los hombres de nuestro pueblo, les limpié un
poco para que nos vean mejor. Y en los pueblos que llaman extranjeros creo que
levanté nuestra imagen verdadera, su valer, su muy valer verdadero, creo que lo
levanté alto y con luz suficiente para que nos estimen, para que sepan y puedan
esperar nuestra compañía y fuerza; para que se apiaden de nosotros como del más
huérfano de los huérfanos; para que no sientan vergüenza de nosotros, nadie.
Esas cosas, hermano, a quien esperaron los
más escarnecidos de nuestras gentes, esas cosas hemos hecho; tú lo uno y yo lo
otro, hermano Hugo, hombre de hierro que llora sin lágrimas; tú, tan semejante,
tan igual a un comunero, lágrima y acero. Yo vi tu retrato en una librería del
barrio latino de París; me erguí de alegría, viéndote junto a Camilo Cienfuegos
y al “Che” Guevara. Oye, voy a confesarte algo en nombre de nuestra amistad
personal recién empezada: oye, hermano, sólo al leer tu carta sentí, supe que
tu corazón era tierno, es flor, tanto como el de un comunero de Puquio, mis más
semejantes. Ayer recibí tu carta: pasé la noche entera, andando primero, luego
inquietándome con la fuerza de la alegría y de la revelación.
Yo no estoy bien, no estoy bien; mis fuerzas
anochecen. Pero si ahora muero, moriré más tranquilo. Ese hermoso día que
vendrá y del que hablas, aquél en que nuestros pueblos volverán a nacer, viene,
lo siento, siento en la niña de mis ojos su aurora, en esa luz cayendo gota por
gota tu dolor ardiente, gota por gota sin acabarse jamás. Temo que ese amanecer
cueste sangre, tanta sangre. Tú sabes y por eso apostrofas, clamas desde la
cárcel, aconsejas, creces. Como en el corazón de los runas que me cuidaron
cuando era niño, que me criaron, hay odio y fuego en ti contra los gamonales de
toda laya; y para los que sufren, para los que no tienen casa ni tierra, los
wakchas, tienes pecho de calandria; y como el agua de algunos manantiales muy
puros, amor que fortalece hasta regocijar los cielos. Y toda tu sangre ha
sabido llorar, hermano. Quien no sabe llorar, y más en nuestros tiempos, no
sabe del amor, no lo conoce. Tu sangre ya está en la mía, como la sangre de don
Victo Pusa, de don Felipe Maywa, don Victo y don Felipe me hablan día y noche,
sin cesar lloran dentro de mi alma, me reconvienen en su lengua, con su
sabiduría grande, con su llanto que alcanza distancias que no podemos calcular,
que llega más lejos que la luz del sol. Ellos, oye Hugo, me criaron, amándome
mucho, porque viéndome que era hijo de misti, veían que me trataban con
menosprecio, como a indio. En nombre de ellos, recordándolos en mi propia
carne, escribí lo que he escrito, aprendí todo lo que he aprendido y hecho,
venciendo barreras que a veces parecían invencibles. Conocí el mundo. Y tú
también, creo que en nombre de runas semejantes a ellos dos, sabes ser hermano
del que sabe ser hermano, semejante a tu semejante, el que sabe amar.
¿Hasta cuándo y hasta dónde he de
escribirte? Ya no podrás olvidarme, aunque la muerte me agarre, oye, hombre
peruano, fuerte como nuestras montañas donde la nieve no se derrite, a quien la
cárcel fortalece como a piedra y como a paloma. He aquí que te he escrito,
feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales dolencias. A nosotros no nos
alcanza la tristeza de los mistis, de los egoístas; nos llega la tristeza
fuerte del pueblo, del mundo, de quienes conocen y sienten el amanecer. Así la
muerte y la tristeza no son ni morir ni sufrir. ¿No es verdad hermano?
Recibe mi corazón.
José María
De Hugo Blanco a José María Arguedas
El Frontón, 25 de noviembre de 1969
¡Padre mío! Padre mío José María:
Cada vez que me hablan de ti hacen llorar
mi corazón, con una u otra cosa. La vez pasada, porque creíste que criticaría
tu actitud y ahora, porque estando enfermo quieres venir. ¡Padre mío! ¡Cuánto
está queriendo encontrarse contigo mi corazón! ¡Cuánto desean mirar mis ojos a
mi gran padre! Encontrarme contigo, padre mío, ¡qué sería!
Desde mucho antes sabía que éramos un solo
corazón, no solamente leyendo Los ríos profundos; sino que, leyendo cualquier
cosa que escribes, mirando cualquier cosa que haces, se trasluce tu ser indio.
¿Iba a esperar yo a escuchar lo que dijeran los críticos?
Que hablen lo que quieran esos mistis; mi
corazón , está mirando al tuyo en lo que escribes, allí apareces como en agua
clara. Por eso, padre, encontrarme contigo ¡qué sería! Ni en todo el año
terminaríamos de relatarnos. Y eso no se puede en la visita. No dura ni dos
horas. No alcanza para conversar nada. Mucha gente trajina, como en los
mercados de nuestros pueblos. Y contigo, padre mío, no podríamos hablar sólo
diez minutos. Nuestro corazón reventaría. ¡Habiendo tanto que relatarnos,
habiendo tanto que conversar! Contigo tenemos que hablar calmadamente, como
hombres serios; sentándonos tranquilos, el corazón plácido, hallpando nuestra
coquita, fumando de un solo cigarrillo, perdiendo la vista en los cerros
lejanos. Acá no sería así, padre. Así como no puedo leer comúnmente tus
escritos, por esa misma razón no podría encontrarme contigo comúnmente. A pesar
de eso, te haré llamar un día, padre; cuando haya algo de calma; por lo menos
para contemplar tu venerado rostro, por lo menos para apretar tu corazón al
mío. Mientras llegue ese día, así te escribiré cada vez, volcando mi corazón al
tuyo. Como si en la era del trigo, dentro del aliento del rastrojo, mirando las
estrellas, nos estuviéramos relatando lo que hemos vivido, lo que pensamos; así
igual va a ser padre, no te apenes, no llores. Cuán lejos estemos, somos el
mismo corazón.
Conozco bien tu corazón, padre, aún antes
de que me escribieras. Como te digo, al igual que en agua cristalina se ve tu
corazón a través de tus escritos. No sé qué verán los mistis en ellos; y para
que les digan: “Ése es un buen crítico” hablan una u otra cosa. Es imposible
que ellos vean tu corazón aunque se los estés mostrando. El misti es misti,
padre. En cuanto a ser buenas personas, algunas son realmente buenas personas,
no les estoy insultando. Pero tu corazón, sólo tus congéneres indios lo vemos
bien. Los mistis, aun siendo buenas personas, para eso, son ciegos que miran.
Ellos no sollozan temblorosos como nosotros al leer tus escritos. Imposible,
padre, el misti es misti.
Padre mío, algo tenía que decirte; quizá
cuando hablé de los poetas habrás dicho: “¡Inclusive a nosotros se está
refiriendo este cholo!”. No, padre, de ninguna manera. ¿Acaso en tu novela Los
Ríos Profundos no relatas de forma encantadora lo de nuestra madre chichera?
¿Acaso leyendo esas cosas no llegué a llorar en silencio en mi rincón de la
cárcel de Arequipa? ¿Y así iba a decir de ti: “No habla de la lucha del hombre
común”? Y no sólo eso, padre. A ti, ya estando en la cárcel de Arequipa, te
conocí bien. Y al conocerte dije: “¡Ya está carajo, ahora el mismo indio está
hablando!” Así te miré. Pero desde antes, desde mi infancia respeté a los
señores mistis cuando escribían a favor del indio. Por eso, aunque son mistis,
mucho respeto a esos señores: Clorinda Matto, Ciro Alegría, Jorge Icaza,
Enrique López Albújar. Esos señores pusieron la semilla en mi corazón cuando
sólo era un muchacho, ellos también ayudaron para que mi sangre hirviera, me
hicieron ver lo que no veía. Además, por eso respeto a mi hermano, él me hizo
conocer lo que escribieron esos señores, él mismo escribió un poco en su
juventud.
Por esa experiencia mía, te digo padre: lo
que escribes no es sólo para mostrar a los no-indios de todas las naciones que
nosotros somos gentes; no es sólo eso, padre. Ablanda el corazón de nuestro
propio pueblo, lo despierta. Claro que tú todavía no ves a dónde llega la
semilla que derramas. Quién sabe en qué jóvenes corazones se está regando
hermosamente esta semilla. Así como Ciro Alegría, Icaza, no supieron que en mi
corazón yo regaba su semilla. Ellos, siendo mistis, sembraron bien para que
madure así en lucha. ¿Y así no iba a madurar en forma preciosa lo que como
indio siembras?
Para que veas que tengo la raíz del propio
hombre, la raíz brotada de nuestra propia tierra, te envío este relato que hago
de mi padre Lorenzo. Eso no es cuento, padre; ahí estoy relatando lo realmente
sucedido, también los nombres son verdaderos.
Desde hace tiempo quería relatar acerca de
ese gran hombre, para que todos vieran la fuerza de nuestra raíz india. Sólo
tiempo me faltaba para hacer eso. Pero ahora, al enterarme que estás enfermo,
dije: “De una vez lo haré, para enviarlo a mi padre José María; para que por lo
menos con eso se alegre en su enfermedad, para que se alegre con nuestra triste
alegría”. Diciendo esto, padre, lo hice rápido, y ahora te lo estoy enviando
con todo mi corazón.
Hasta otro día padre, sangre de mi sangre,
pena de mi pena, alegría de mi alegría. Si sólo fuese por mí, jamás acabaría
esta carta, cuando tantas cosas tengo que decirte.
Hasta otro día padre,
Hugo Blanco
Anexo a la Carta
El maestro
(Este texto fue enviado a José María
Arguedas adjunto a la carta precedente, cuatro días antes del balazo que acabó
con su vida. Lo que se conoce es que la carta fue recibida y no leída, o leída
a medias).
A las hojas de una mostaza silvestre
sancochadas, llamamos “yuyu hauch’a”. Nos gusta mucho, a pesar de que evoca la
muerte en su causa más extendida y silenciada: el hambre.
Cuando viene el hambre, devora habas, maíz,
papas, chuño (papa helada y deshidratada); no deja nada al indio… más que esas
hojas, ya sin manteca, sin cebolla, sin ajos, hasta sin sal. Después de esas y
esas hojas, viene la muerte, son sus “heraldos verdes”. Viene la muerte con
diferentes seudónimos en castellano y en quechua: tuberculosis, anemia perniciosa,
neumonía, pujiu (manantial), wayra (viento), layqa (brujería). Se le llama por
sus seudónimos porque su verdadero nombre es mala palabra: hambre.
Pero el yuyu hauch’a no tiene la culpa de
esto, por eso nos gusta tanto. No digo que sea rico, yo no entiendo de esas
cosas; ya me equivoqué con el chuño, yo decía que era muy rico y la gente
entendida afirma que es insípido. Por eso yo sólo digo que nos gusta mucho
aunque nos recuerde las hambrunas. Esas hambrunas en las que a veces los
gringos (¡tan buenitos ellos!) nos mandan de limosna maíz con gorgojo y “leche”
en polvo; que llegan a la parroquia, a la alcaldía o a la gobernación, y de
allí pasan a servir de alimento a los chanchos de los hacendados.
Yo no pido que nos repartan esa limosna, yo
exijo que nos devuelvan lo nuestro para que no haya hambrunas. Fue mi primo
hermano, Zenón Galdos, quien pidió que se repartiera; le costó caro; por exigir
eso, el señor Araujo, alcalde de Huanoquite, lo mató de un balazo. El señor
Araujo no está preso, es de buena familia.
Un domingo de mil novecientos
cuarentaytantos, saboreando mi ración de yuyu hauch’a, conversaba con la
campesina que lo vendía, sentada en el barro del mercado de San Jerónimo,
Cusco. Conversábamos el tema del día: los temblores. Ella me explicó su origen:
eran enviados como castigo porque los indios del ayllu se levantaron contra los
padres dominicos de la hacienda “Pata-pata”. Así lo manifestó el señor cura
durante la misa de esa mañana: “El demonio no ha muerto, está en el hospital
del Cusco”. El señor cura no dijo que la muerte del “demonio” era la condición
para que cesen los temblores, la campesina lo entendió así por su cuenta.
– ¿Morirá? – Seguro, está muy mal dicen,
por su culpa todo esto…
Ella no quería temblores ni quería ir al
infierno, por eso sus palabras condenaban al “demonio”.
Pero su cara, su voz, el barro en que
estaba sentada, el yuyu hauch’a, su corazón: todo eso era de tierra, de tierra
como el “demonio” que estaba en el hospital, de tierra que gritaba
silenciosamente su desesperado anhelo de que el “demonio” se salvara.
Y se salvó nomás Lorenzo Chamorro… Se salvó
a medias porque quedó inválido. El médico le dijo: “Sólo un indio como tú puede
estar vivo con seis agujeros en las tripas; lo que te fregó es que la bala te
afectó la columna vertebral”.
Y así lo conocí tiempo después, ya en su
rincón: lagañas, mugre, muletas, poncho grande, voz vibrante, ojos fuego.
Lo miré y supe que era verdad que producía
temblores: mi sangre temblaba, mis siglos temblaban cuando me acerque a
abrazarlo.
– Tayta, cuéntame.
Y me dijo cosas que ya sabía: que la
hacienda “Pata-pata” de los dominicos continuaba arrebatando tierras a la
comunidad, que la comunidad tenía títulos de propiedad, que la justicia no
llegaba nunca, que los campesinos organizaron sindicato, que él era el
secretario general, que quisieron sobornarlo, que no cedió; que lo amenazaron,
que no cedió; que cuando estaban trabajando las tierras en litigio vinieron el
prior del Convento de Santo Domingo y sus matones; que, como los matones no lo
conocían, el prior lo señaló “con la misma mano que consagra al Santísimo”, que
entonces recibió los balazos de uno de los matones.
– Todos mis compañeros corrieron a
atenderme; yo les decía: “¡No!, ¡déjenme! ¡Agárrenlo a él!, ¡Agárrenlo…!” y
¡ahí nomás me desmayé!
No hubo cárcel para los heridores del
indio, ni indemnización para el indio herido; se sobreentiende; estamos en el
Perú.
Los campesinos temían ir a visitarle en su
rincón de inválido, era peligroso… comprometedor… Pero las campesinas iban…
“sólo a visitar a su mujer”… hasta que el señor cura se enteró y tuvo que
explicar desde el púlpito:
– Hijos míos, el Señor ha perdonado a este
pueblo pero ustedes abusan de su bondad, vuestras mujeres siguen visitando la
casa del demonio. ¡Va a caer lluvia de fuego sobre San Jerónimo!…
Las campesinas evitaron la lluvia de fuego,
dejaron de ir donde la mujer de Chamorro.
– Mi hijo mayor lloraba mucho tocando su
guitarra, de pena se ha muerto.
Yo seguí visitándolo, en busca de la lluvia
de fuego, la sentía, escuchando relatos desconocidos.
– ¿Conoces el cerro Pícol?
– Si, tayta, desde el Cusco se ve; también
desde el camino a Paruro; desde bien lejos se ve ese cerro.
– Eso también querían quitarnos. Mandaron
guardias a caballo. Nosotros estábamos preparados.
Los guardias no se dieron cuenta de que el
camino se contorsionaba para dificultarles el ascenso; no veían que los
p’atakiskas (cactus) abrían sus brazos erizados de espinas amenazándolos; no
notaron el odio de las piedras, de los guijarros; no comprendieron que si la
gran herida roja del cerro tomaba color humano, era por la cólera, la santa
cólera de ver guardias donde sólo debía haber hombres.
De pronto algunas piedras se movieron, no
eran piedras, eran indios honderos como los de antes, como los indios de
siempre, con las hondas de siempre. Las hondas de las huestes de Thupaq Amaru,
las hondas que lanzan el grito de rebelión. “¡Warak’as!”.
Pero esta vez los proyectiles no eran las
piedras indias… ¡Dinamita!
Se atascó el cerebro de los guardias; antes
de que se dieran cuenta de lo que sucedía, los caballos estaban en dos patas y
ellos en cuatro; corriendo ladera abajo en medio de explosiones, sin hacer caso
a los brazos feroces de p’atakiska que fácilmente se desprenden del cuerpo de
la planta y difícilmente del cuerpo de la gente o de las bestias.
– No regresaron más. Así hay que pelear,
aprende, con warak’a y con dinamita; con las mañas de los indios y con las
mañas de los mistis; hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos.
– Sí tayta… hay que conocer bien lo de
nosotros y lo de ellos para pelear mejor.
Y las lecciones continuaban:
– Toca mi cabeza en esta parte. ¿Qué hay?
– Hueco tayta, no hay hueso, hueco nomás
hay.
– Te voy a contar de ese hueco. Eso fue en
Oropeza. Los indios estábamos en pleito con el hacendado. Él se consiguió
compadres, nosotros nos cuidábamos. Pero una vez tuvimos fiesta y nos estábamos
emborrachando; en eso llegaron los compadres del hacendado queriendo matarnos a
palos.
Los antiguos contendientes, los de siempre,
los de siglos, los de toda la tierra: de un lado, “los compadres del
hacendado”, mezcla de bestias y máquinas, como todo aquel que combate para el
amo, sea mercenario, mariner yanqui, ranger o amarillo. Es la anti-humanidad
que hiere al hombre. Máquina bestializada que no piensa. Encierra a un hermano
adentro, claro está; pero, mientras no surge el hermano, es todavía eso:
máquina y bestia, fabricada para herir al hombre.
Del otro lado “los indios”, representantes
del hombre en general, humanizados por encima de la borrachera porque ahora
sólo la rebelión convierte al hombre en hombre. “Los indios” luchando por el
hombre, por la tierra; por la tierra de ellos y de todos los hombres.
– De repente nomás llegaron. A mí me agarró
uno de ellos y me rompió la cabeza de un palazo; yo me caí muerto, pero me
levanté para meterle el cuchillo y de vuelta me caí muerto. Después no sé
cuánto tiempo habrá pasado, comencé a escuchar de lejos el doble de las
campanas. “¿Cómo será? –decía yo en mi adentro– ¿de mí estarán doblando o del
perro del gamonal?” Después ya me moví un poco, me desperté bien y me di cuenta
de que estaba vivo. Recién me puse tranquilo, “del compadre del gamonal había
sido”, diciendo. Así, aunque te rompan la cabeza, cuando tienes que seguir
peleando, resucitas.
– Sí, tayta.
– Con juicios nunca ganamos los indios,
tiene que ser así, peleando. Los jueces, los guardias, todas las autoridades,
están a favor de los ricos; para el indio no hay justicia. Tiene que ser así,
peleando.
– Sí, tayta, así peleando.
Me relató muchas cosas más, me contó que
sus huesos no se habían roto al saltar del tren en marcha cuando lo llevaban
preso.
– ¿Cuentas a tus profesores lo que te
hablo?
– A algunos nomás, tayta.
– ¿Qué te dicen?
– Unos me dicen “así es”, te quieren tayta;
otros me dicen “son ideas foráneas”.
– ¿Qué es eso?
– No sé, tayta.
Y las lecciones de “ideas foráneas”
seguían.
Lluvia de fuego.
Impotente, acorralado, volcaba en mí toda
su candela. Pero a veces, estallaba:
– ¡Carajo! ¡Ya no puedo pelear! Estas malditas
piernas ya no pueden ir a los cerros. Mis manos ya no sirven. No valgo para
nada. ¡Ya no puedo pelear, carajo!
– ¡Sí, tayta! ¡Vas a seguir peleando! Tú no
estás viejo, tayta; tus pies, tus manos nomás están viejos. Con mis pies vas a
ir donde nuestros hermanos, tayta; con mis manos vas a pelear, tayta; como
cambiarte de poncho nomás es. Mis manos, mis pies, te vas a poner para seguir
peleando. ¡Como cambiarte de poncho nomás es , tayta!
El Frontón, noviembre de 1969
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